lunes, 13 de junio de 2011

LA DAMA DE BOHEMIA

La Dama de Bohemia

(2009)

1a. Edición - UANL/ Erre con Erre

Junio de 2011

400 páginas

ISBN en trámite


El puente quedaría listo al cabo de otros dos años, según oía por todos lados; ¿qué tan largos pueden ser dos años si ya se ha vivido tanto tiempo?, se preguntó Josephine.

Inserta en un marco histórico riguroso, esta nueva ficción del novelista Jorge Rodríguez nos traslada con precisión y detalle al New York del siglo XIX: los años de las grandes migraciones, de la Guerra de Secesión, de los clíppers trasatlánticos y de los pesados transbordadores, del crecimiento de Manhattan y la construcción del Puente de Brooklyn.

Unidos en sentimiento por el destino y la indiscreción, Josephine Boriceck y William Finkel viven una fortuita e intermitente relación epistolar. Impedidos por sendos juramentos que los mantendrán separados mientras dure la construcción del puente. Él en la urbe y ella en su granja de Long Island, pasarán los años debatiéndose entre la promesa de llegar a conocerse, la fuerza restrictiva de los juramentos, el ir y venir de las misivas, y el profundo sentimiento de un pasado que aún vive en sus entrañas.

La Dama de Bohemia es una novela que arrastra al lector al centro mismo de la historia, lo hace partícipe de los gozos y las frustraciones de cada uno de los personajes, y lo convierte en testigo cotidiano de los grandes logros de la época, mismos que, aún en nuestros días, causan admiración.


Jorge Rodríguez, Monterrey, 1957.
Artista plástico multidisciplinario y
prolífico autor de ficciones, es miembro de la Cátedra de Creación Literaria del Tecnológico de Monterrey, ha participado en los programas de la Secretaría de Extensión y Cultura de la UANL (2006), y del CRIPIL Noreste (2005). Se han publicado a la fecha sus novelas El medallón de las rosas (Conarte), Martín Calavera (Erre con Erre), La nuez vana (Jus/UANL), y No nos pongan flores amarillas (Erre con Erre)

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UNO

La conflagración comenzó en el cuarto de máquinas. Eran las seis cuarenta y tres de aquella mañana fría; la niebla flotaba sobre la superficie del río y la borrasca del noreste amenazaba convertirse en tormenta.

Sin que nadie pudiera evitarlo, las pavesas que escapaban del fogón de la caldera, abierta por los cabeceos de la embarcación, fueron a caer sobre una estopa impregnada de aceite. El fuego hizo presa de las fibras de algodón y se extendió sobre el piso cubierto con el aserrín que utilizaban para controlar los derrames del querosén, el combustible del quemador primario con que iniciaban el carbón mineral. El peón de calderas, un muchacho recién embarcado, se retorcía en la borda de la primera cubierta en un vuelco gástrico interminable, y no había nadie que echara mano de las cubetas de arena preparadas para sofocar el incendio.

En pocos minutos el cuarto de calderas se convirtió en un infierno sin control que ya envolvía con sus llamas el depósito principal del combustible. El incendio acabó con el oxígeno del cuarto y las llamas se sofocaron, pero la temperatura era tan alta que un golpe de aire fresco sería suficiente para detonar con violencia los gases acumulados. La humareda subía por los tubos de intercomunicación a través de la torreta de servicio y hasta el puente de mando. La presencia de aquel humo negro en la cabina distrajo al capitán del transbordador; dejó el timón al segundo en funciones y bajó de inmediato al nivel de máquinas para averiguar lo que estaba sucediendo.

Aislados de la torre que albergaba las escaleras de la tripulación, los pasajeros permanecían alertas a la tormenta vecina, atentos a las mangas de agua salada que las rachas de viento arrancaban al encabritado río, empecinado en terminar con el viaje de la pesada chalana antes de que llegara a su terminal. El humo ya escapaba por las ventanillas del puente de mando; la densa neblina lo ocultaba a la vista de los pasajeros y los olores que emanaba no eran diferentes de los que despedía por la chimenea.

Cuando el capitán llegó a la puerta del cuarto de calderas, la atmósfera cargada de humo amenazó con sofocarlo. Apretó contra su cara el pañuelo que llevaba atado al cuello para secarse el sudor y jaló el pasador de la cerradura. La temperatura del metal lo hizo soltarla. De inmediato se sacó los faldones de la camisa y de nuevo intentó abrir. Detrás de la puerta lo esperaba un ambiente saturado de monóxido de carbono a muy alta temperatura. De un jalón corrió el pasador y, empujando con el hombro, la abrió. Lo último que el capitán vio en vida fue un intenso fogonazo que lo envolvió cuando explotaron los gases recalentados al contacto con el oxígeno.

La detonación fue muy violenta, la onda expansiva destruyó la cámara y mandó como arietes al capitán y a la puerta a través de la pared de madera que los separaba de las oscuras bodegas del casco. Aquel lóbrego barracón aguantó el repentino embate de la marea de fuego y terminó por reventarse en su punto más débil: la cubierta de desembarco, una retícula de madera para ventilación. La explosión sacudió al transbordador y una columna de fuego y metralla de madera iluminó con su furia naranja los rostros espantados de los pasajeros. A partir de ese momento todo fue desconcierto.

Una segunda explosión acabó con el tanque de combustible, destruyó los forros de la torreta de tripulación y dejó expuesto el puente de mando en lo alto de una estructura envuelta en llamas. El segundo de abordo quedó malherido luego de que un barrote de madera perforó el piso y lo dejó inconsciente, atrapado contra el cuerpo del timón. Las astillas incendiadas, el querosén encendido y los maderos reventados por la segunda explosión caían sobre cubierta agrediendo a quien estuviera en trayectoria. Lo que empezó como un viaje de rutina se transformó en un transbordo endemoniado.

La nave seguía avanzando al garete en las aguas turbulentas. La tormenta anunciada por la fuerte ventisca se desató con estrépito entre la niebla cerrada de aquella mañana de noviembre, y la luz danzante de las llamaradas que iluminaban aquel amanecer oscuro provocaba horrendas visiones de sombras que deambulaban por las cubiertas tratando de escapar del voraz incendio. El hedor de la carne quemada de gente atrapada entre los despojos del Athenas destacaba sobre la peste de los humos, y los gritos aterrados de los que ardían en vida eran suficientes para destemplar al más pagado. Algunos de los que saltaron a las aguas lograron alcanzar la otra orilla, distante no más de ciento cincuenta metros; ellos fueron los que dispararon la alarma entre la autoridad portuaria y los operadores del servicio de transbordadores. Otros pasajeros no corrieron con suerte y murieron ahogados, atrapados por los remolinos que el bote formaba con su avance, y destrozados por las enormes palas giratorias impulsadas por los estertores de la caldera.

Los muertos ya sumaban decenas y no había quien pudiera auxiliar o hacer cabeza en aquel maremágnum incandescente. Las llamas y el humo atrapaban todo entre sus violentos acosos: no había mucho que hacer. El tráfico en esa sección del río era intenso a esas horas de la madrugada y el transbordador fuera de ruta no tardó en colisionar con una barcaza cargada de animales que cruzaba en sentido contrario. La colisión perforó los cascos de las dos naves y el flujo de agua en sus cámaras de flotación los hizo escorar. El incendio se propagó con rapidez inusitada en la cubierta del carguero, repleta de pacas de forraje y animales encorralados a todo lo largo de su estructura.

Siguiendo su instinto, el capitán alcanzó a sonar con desesperación el silbato de vapor para advertir a otros barcos en tránsito: su potente reclamo trataba en vano de atraer el auxilio, de apabullar la dimensión de la tragedia o de celebrar la victoria del infortunio. Cualquiera que fuera su intención, clamaba a destiempo. La niebla se fue disipando y la magnitud de la catástrofe quedó expuesta a los ojos aterrados de la gente que abarrotaba el puerto. Atrapados entre las vigas y tablones de los transbordadores que aún gemían su agonía, y calados hasta los huesos por las furiosas mangas de la tormenta, algunos pasajeros gritaban con desesperación pidiendo ayuda, abrumados por el inminente hundimiento de las dos naves.

Las reses reventaron sus corrales espantadas por el fuego y el macabro vaivén de la barcaza; corrían en tropel por la cubierta en llamas hasta alcanzar la borda y se detenían aterradas. La estampida provocó que más de la mitad de los animales cayeran al agua, berreando sus mugidos bestiales mientras trataban de alcanzar la orilla. Un remolcador que cruzaba a escasos cincuenta metros desvió su ruta y de inmediato dirigió sus cañones de agua recalentada al transbordador, en un esfuerzo tardío por sofocar el incendio, ya mermado por la tormenta.

Las aguas hicieron lo suyo: en menos de media hora sólo quedaban restos de maderas calcinadas flotando sobre la superficie, cadáveres irreconocibles y sobrevivientes ateridos. La turbulencia de las aguas dificultaba las labores de rescate, y ponía en riesgo de colisión a las naves rescatistas, a sus tripulantes y a los náufragos agotados y en choque por la experiencia sufrida. Las frías aguas del otoño estuvieron a punto de cobrar más vidas, mientras el peligro se conjuraba con el auxilio de voluntarios que esperaban pacientes el arribo del bote. Obreros, oficinistas, dependientes, comerciantes y campesinos; cada quien con su esperanza y su angustia, cada quien con sus instintos y sus demonios.

Era el Brooklyn de mediados del siglo diecinueve, una época de hombres bragados, de inmigrantes ávidos de oportunidades, orgullosos de su quehacer, tan turbulentos como las aguas que los separaban de la gran ciudad. El East River no era un río, era un estrecho incontrolable al arbitrio de las mareas; el cuerpo de agua salada de más tráfico en toda la tierra, la ruta obligada para miles de residentes de la ribera oriente que a diario cruzaban sus aguas para trabajar en los distritos portuarios, residenciales y comerciales de la isla de Manhattan. Las temibles borrascas que azotaban desde el norte encrespaban sus aguas, abarrotaban por horas las terminales portuarias a ambos lados del estrecho y hacían del cabotaje una labor de riesgo.


DOS

La fallida revolución alemana de 1848 dio origen a una nueva oleada de migración hacia América: miles de familias en busca de un lugar donde vivir alejados de los conflictos políticos y religiosos que amenazaban la paz que tanto anhelaban. El movimiento migratorio permeó las fronteras alemanas hacia el extenso imperio austro-húngaro, Polonia y Checoslovaquia, y arrasó las regiones independientes de Bohemia y Moravia.

Enclavada en la región montañosa de esta última, la aldea de Ostrava vivía de la extracción del carbón y de una incipiente industria siderúrgica. El trabajo en las minas era duro e insalubre: tarde o temprano los mineros terminaban sus vidas laborales afectados de enfermedades pulmonares. Tienen poca sangre por la falta de sol y la mala alimentación, se comentaba de ellos, y la poca que tienen la escupen para no ahogarse.

Sin otra opción de trabajo, Hermann Lang se empleó como aprendiz en la mina Michal a la edad de quince años y laboró por espacio de once meses, suficientes para ahorrar el precio de un boleto en un buque de pasajeros que lo llevara al nuevo mundo, lejos de la Ciudad Negra, como la conocían por su vocación carbonífera.

Las jornadas de trabajo se podían alargar tanto como los patrones quisieran, y no era raro que tuvieran que salir de las galerías por su propio pie, cuando los elevadores fallaban. Una vez afuera, extenuados, pasaban las últimas horas del día bebiendo en las tabernas del pueblo. Atentos a esa costumbre, los magnates mineros abrieron sus propias tabernas alrededor de las minas para recuperar los salarios de los trabajadores, embriagándolos a cuenta de su paga. Molestas por tanto abuso, las esposas merodeaban las instalaciones de las compañías mineras los días de pago para rescatar algo del sueldo devengado por sus maridos. En esos años, Ostrava no tenía rival en cuanto a consumo de alcohol en el país. Durante las horas de taberna, los ebrios iban del cansancio a la euforia; el alcohol borraba las penas, exacerbaba los ánimos y violentaba las relaciones; entonces, las discusiones terminaban en trifulcas por motivos que caían en el olvido con la llegada de otro trago. Hermann no era cliente asiduo; prefería guardar su paga para salir algún día del agujero, de aquella fosa lóbrega donde a diario enterraba sus ambiciones.

Fue durante un descanso en la oscuridad de aquellas profundidades que escuchó a uno de sus compañeros platicar sobre gente que había emigrado a la América. Se los cuento tal cual me lo platicaron, les dijo con gesto sórdido; yo no tengo ni la salud ni el arrojo para emprender una aventura así, la edad me ha doblegado, pero alguno se ustedes de seguro lo tendrá en mente. Las noticias que le llegaban desde aquellas tierras lejanas hablaban de un nuevo mundo, de otra forma de hacer la vida, de espacios abiertos y tierras fértiles, de oportunidades de trabajo y bonanza para quien tuviera las agallas de cruzar el océano.

La mina dejó de ser su única opción. Cansado por el maltrato y el ambiente de trabajo, se propuso ahorrar suficiente para comprar su boleto hacia la gran oportunidad de su vida: la América. Cuántos sueños ocultaba aquella palabra, cuántos significados tomaba al paso de las semanas. La América, su anhelo.

Desde la muerte de su padre, tres años atrás, Hermann se había convertido en el hombre de la familia, aunque el sustento lo proveía su hermana mayor, enfrascada en las confecciones de lana y en el cuidado de su madre. Temeroso, compartió sus planes con ella; contrario a lo que esperaba recibió en respuesta un guiño de complicidad. La paga de la mina alcanzaba para su ahorro y para cubrir poco más que su propio sustento, por lo que, al dejar esas tierras, no haría menoscabo a la familia. Al contrario. Entonces podrían aprovechar el espacio sobrante para instalar un telar más grande; ahí podrían transformar la lana de sus pocos borregos en frazadas y prendas de abrigo para mercadear o para afrontar la gélidas temperaturas del invierno.

La respuesta de su madre fue diferente: ¡lárgate a tu América!, le gritó, no puedes tener allá un peor futuro del que te espera en esta tierra decrépita. Se lo dijo con coraje para franquearle la partida e infundirle valor, para reventar los lazos que podrían atraparlo en los negros pozos de su patria. Esta no es tu cuna, terminó diciendo la viuda: cada quien renace donde quiere; busca tu fortuna donde te llame la entraña, y no te detengas por nadie, que en estas aguas se boga en solitario. Dicho esto formó una cruz con los antebrazos frente a su cara y le sopló el aliento con la boca abierta y el ceño fruncido. No era una bendición en forma: era el viento que hincharía sus velas y lo llevaría a encontrar su destino. Hermann salió de la habitación sin decir palabra, sin mostrar la espalda, con aquella cruz clavada entre sus hombros y la arenga haciendo eco a su propia convicción. ¡Lárgate a tu América!, continuaba gritándole ella desde su rincón de abandono, para asegurarse de que jamás olvidara sus palabras.